Tarde de Lluvia en Belalcázar

Llueve. Una lluvia fina y sonora cae sobre las magnolias de Belalcázar, abiertas en las manos de abril. El río Cauca dialoga con un puente largo y angosto, látigo de cemento sobre la verde espalda de la tierra.

Llueve.... Oh vagos matices / de lánguidos grises / que roban la calma/ si invaden el alma....  A la entrada de Belalcázar, dos filas de pinos sembrados por las manos de Guillermo Valencia custodian la casa solariega, hidalga, que parece desprendida de una historia vieja de la vieja España.

Verde y gris. Dos o tres de los pinos se han secado, tal vez porque sus raíces tropezaron con las piedras del antiguo cauce del río, o porque alguno de los rayos que repentinamente cruzan el cielo de Popayán se detuvo en sus ramas y las signó de eterna ceniza.

Aquí vivió el Maestro. Por estos amplios corredores pasaba su fina y erguida sombra.  Aquí está la hamaca, desde donde veía encenderse en las hojas del roble las primeras luciérnagas y apagarse en el Poniente la última luz. En la pared blanca, los escudos heráldicos de Casa Valencia. Al fondo el Puracé eleva su eterna columna de humo y los tejados de Popayán sueñan, gris más obscuro entre el gris de la niebla.

Hay un jardín con rosas y un estanque. Y árboles, muchos árboles. A través de las vidrieras se asoman y enmarcan el paisaje de los campos, que se extiende en lentas ondulaciones hasta donde alcanza la mirada. Ni una roca siquiera, ni la aridez de un pedregal, ni una isla de arena, rompen el tierno verde que sube desde Belalcázar, donde Luz Valencia modela con sus manos delgadas y sensitivas, multicolores alfarerías, hasta Genagra, donde Josefina Valencia inventa paraísos con las flores de sus jardines.

Un poco de sol se ha filtrado  a través de la lluvia. Se detiene por los corredores y sobre las magnolias. Hace brillar, juguetón, los rosarios de gotas titilantes que cuelgan de los árboles.  Se desliza junto a puertas cerradas, que guardan el misterio de leyendas centenarias. Pasa sobre las hojas de los libros que inundan las habitaciones. . Es como atravesar un gran bosque de música, de belleza y asombro, con el alma en recogimiento porque en la hacienda de Belalcázar en Popayán queda la huella eterna, luminosa, imperecedera, de la poesía de Guillermo Valencia.