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El amor eterno de la poeta Maruja Vieira

A los 95 años, ‘la Mama Grande de la poesía colombiana’ recibió homenaje en la Academia de la Lengua.

El Tiempo | Sección: Cultura/Música y Libros | 20 de junio 2018
Por: Jorge Emilio Sierra Montoya
Maruja Vieira, Poeta. Foto: Archivo El Tiempo

Muchos lectores sabrán que Maruja Vieira ha sido, en las últimas décadas, una de las mejores poetisas colombianas, de América Latina y el mundo de habla hispana, según consta en opinión de los más exigentes críticos literarios, en antologías especializadas y en las traducciones de sus versos a otros idiomas.

Pero pocos saben que su nombre de pila no es Maruja, sino María, y que ese cambio se debió nada menos que a Pablo Neruda, quien al conocerla en Bogotá le comentó que en su país a todas las Marías las llaman Marucas, con cariño. “En Colombia nos dicen Marujas”, le aclaró ella.

“¡Quedas bautizada como Maruja Vieira!”, sentenció el famoso vate chileno. Su seudónimo, en verdad, le cayó como anillo al dedo.

Muy pocos, a su vez, están enterados de que su único hermano fue Gilberto Vieira, fundador y dirigente supremo del Partido Comunista de Colombia, a quien algunos recuerdan por el protagonismo político que a lo largo del siglo pasado tuvo en nuestro país hasta su muerte en el año dos mil.

Casi nadie, por último, habrá oído hablar de su gran amor con el también poeta José María Vivas Balcázar, ni de cómo esta historia romántica, con tintes de tragedia y fidelidad eterna, permanente, fue recientemente contada durante el sentido homenaje que –¡en presencia suya, a un escaso lustro de cumplir un siglo de vida!– le rindió la Academia Colombiana de la Lengua, institución de la que ella es miembro honorario después de haber sido correspondiente y de número.

“El diálogo poético de Maruja Vieira y José María Vivas Balcázar”, que fue el tema central de la solemne ceremonia, estuvo a cargo de la poetisa Guiomar Cuesta, su amiga y colega.

Vidas paralelas

Repasemos: hasta 1959, la vida de Maruja Vieira era color de rosa. En 1922 había nacido en Manizales, ciudad culta por excelencia, donde transcurrió su infancia, aquella dulce y tierna etapa de la que los poetas nunca se alejan. Y a los ocho años se trasladó con su familia a Bogotá, acaso para estar “más cerca de las estrellas”.

Aquí, desde muy temprano, le dio por escribir versos. Sus primeros poemas aparecieron en Lecturas Dominicales de EL TIEMPO y, con solo dos décadas encima, dio a luz su libro inicial: Campanario de lluvia, recibido con entusiasmo por la crítica.
Luego vino el 9 de abril de 1948, con la terrible violencia desatada que padeció con rigor (como lo registró en páginas dolorosas), pero recuperó su tranquilidad en la vecina Venezuela, que por varios años fue su segunda patria, moviéndose a sus anchas en los altos círculos intelectuales, la prensa y la recién nacida televisión, con el debido reconocimiento público.

Después retornó a Colombia, por Popayán –su Ciudad Remanso–, como profesora universitaria y librera (su negocio, a propósito, llevó el nombre de Guillermo Valencia en honor al maestro parnasiano, no al político), y más tarde pasó a Cali, donde habría de conocer, en 1957, al gran amor de su vida: José María Vivas Balcázar, poeta como ella.

Él era oriundo de un perdido municipio del Cauca –al que cantó: “Yo nací en una aldea de menudos senderos, / de pulidos collados y claros riachuelos”– y, cuando se encontraron, ya tenía a su haber una brillante carrera literaria, bastante similar a la suya (tanto en las letras y la docencia como en el periodismo), habiendo disfrutado asimismo las mieles de la diplomacia, como agregado cultural de la embajada de Colombia en Chile.

Los dos se enamoraron, claro está. Y en 1959 contrajeron matrimonio, jurando ante el altar estar siempre unidos, “hasta que la muerte los separe”. Su vida, la de ambos, era todavía color de rosa.

La muerte del poeta

En septiembre se casaron. Era una “madrugada de campanas”, añora Maruja. José María, en cambio, no habló de la fiesta ni de la felicidad que lo embargaba, si bien proclamó en algún poema, escrito en su día de boda, que con esta alcanzaba la máxima alegría y realización en su corta vida, tras lo cual podría partir: “Ahora me puedo morir / como si nunca me muriera”, como si su amor fuera eterno.

Fue un oscuro vaticinio, claro está. Que se cumplió ocho meses después, en mayo de 1960. El 15 de mayo, para ser exactos. Un infarto, sí, le quitó la vida cuando él recién había alcanzado 42 años. ¡Y no logró siquiera conocer a su única hija, Ana Mercedes, cuya semilla había dejado en el vientre materno!

“La vida se detuvo ese día” para ella, para Maruja Vieira, la amada y enamorada esposa, según confesó después, mucho después (1998), en el libro Sombra del amor, dedicado a él –“En memoria del poeta José María Vivas Balcázar (1918-1960)”–, en el que declaró que desde entonces, desde el oscuro día de su muerte, ha sobrevivido en “un cuerpo sin alma”.

Desde ese instante –según Guiomar Cuesta– José María se convirtió en poema, eternizándose en la poesía de su amada, en versos estremecedores, presos de angustia y de lágrimas, de soledad y nostalgia, pero igualmente de presencia continua, con su leve sombra que nunca se va, y de verlo ella como un ángel “que tiembla en la ventana” mientras –le repite, al oído– “hablo contigo, como siempre”.
Y aún hoy, a sus 95 años, Maruja espera ansiosa el reencuentro, en el más allá: Cuando pase el tiempo, / cuando crezca el río / y llegue por fin el barquero, / con las manos unidas de nuevo / estaremos juntos, amor, / para siempre.

Incluso en este día gris de mayo, histórico y memorable, cuando la Academia Colombiana de la Lengua en pleno le rendía tan cálido homenaje, ella habrá repetido en silencio: Te seguiré buscando, / con el amor de siempre, / en mi septiembre solitario.

Amor eterno, sin duda.

Epílogo

“Lo más hermoso de mi vida en estos 95 años ha sido este homenaje”, dijo Maruja Vieira al concluir la intervención de Guiomar Cuesta; a continuación, hizo entrega de su Antología personal a la Academia de la Lengua y guardó silencio, lo que desató un sonoro aplauso, prolongado, que solo fue interrumpido cuando la ceremonia se dio por terminada.

En compañía de su hija Ana Mercedes Vivas (a quien José María –recordemos– murió sin conocer), abandonó el imponente paraninfo y salió al amplio salón de recepciones, despacio, paso a paso, para ocupar su lugar en una pequeña silla contra la pared, donde pocos asistentes la veían. Es como si quisiera pasar inadvertida; una sombra, nada más.

Me acerqué, con respeto y admiración; le tendí la mano para saludarla, como lo había hecho minutos atrás, a su llegada, y obviamente la felicité por tan bello homenaje, en especial por su historia de amor, que yo –le dije, con pena– ni siquiera conocía, igual que muchos otros.

Me miró con una sonrisa de niña, lejana, y volvió a hablar de él, de su amado, aunque con palabras suaves, entrecortadas, como si no pudiera guardar silencio al respecto, como si no tuviera sino voz para recordarlo y como si lo dicho antes en su honor y el de su esposo, ni nada de cuanto se diga en tal sentido, fuera suficiente.

Y cuando vi que sus ojos se tornaban más tristes, como si estuvieran al borde del llanto, preferí retirarme con discreción, agradeciéndole de nuevo por su presencia, por su obra, por la dicha de haberla conocido personalmente y compartir estos momentos sagrados, tan íntimos.

Otra vez sonrió, como si nada.

JORGE EMILIO SIERRA MONTOYA*
Especial para EL TIEMPO
*Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua