El 29 de mayo de 1958 dejó de existir, en San Juan de Puerto Rico, el poeta español Juan Ramón Jiménez. Había nacido en Moguer en la Navidad de 1881. Andaluz como Bécquer y Antonio Machado, Juan Ramón era considerado el máximo poeta viviente de la lengua española.
Desde la muerte de su esposa Zenobia Camprubí, dos años antes, Juan Ramón ya no era de este mundo. Su espíritu – y él era todo espíritu – no podía sobrevivir al dolor de la ausencia de la sonriente mujer de ojos claros, que fue para él a un mismo tiempo novia, compañera y esposa, hermana mayor, casi madre, consejera y amiga.
Ella fue la mujer perfecta, sin sombra de egoísmo, sin otro objetivo que el de servir de nexo entre Juan Ramón y la realidad. Puente de claridad, escala de Jacob del poeta, fue la más tierna y admirable de las esposas. No es extraño que Juan Ramón, incapaz de vivir sin ella, se haya marchado en el amanecer de Puerto Rico, cuando la claridad del día empezaba la batalla contra la sombra y estaba más brillante que nunca la última estrella de la noche.
A esa hora la Cruz del Sur tembló un instante sobre el Mar Caribe y vino a reflejarse sobre las manos juntas, ya tranquilas y cruzadas sobre el pecho, del poeta de Platero. Del viejo cementerio de San Juan, lleno de flores amarillas, se levantó Zenobia para darle la mano. Desde el fondo de la noche estrellada vinieron a buscar a los dos el burrito Platero y el Cartero del Rey, porque si Juan Ramón creó a Platero, Zenobia trajo a nuestro idioma toda la poesía del libro de Tagore.
La voz del alto sueño decía amorosamente:
Al fin nos hallaremos. Las temblorosas manos
apretarán, suaves, la dicha conseguida,
por un sendero solo, muy lejos de los vanos
cuidados que ahora inquietan la fe de nuestra vida...
Ahora están juntos para siempre. No hay nada que pueda separarlos. Su diálogo es eterno, junto al balcón abierto, mientras el piano eleva sus claros surtidores musicales.