No es posible saber, Tristán Klingsor, si usted vive aún, en la vieja buhardilla poblada de sombras y ecos. Desde el despintado ventanuco se advierte ahora que los castaños de París empiezan a tomar en el aire de septiembre un vago tinte de oro.
A lo mejor ya no está allí y un día cualquiera su definitiva ausencia pasará casi inadvertida, como lo fue en un día de agosto, la de André Spire, aquel poeta judío unos seis años menor que usted, que irrumpió bruscamente, con su duro acento revolucionario y bíblico, en el armonioso concierto de la poesía simbolista francesa de las postrimerías del siglo diecinueve.
Usted no sabrá nunca de esta carta, que le escribo en el atardecer de un lejano país del trópico, mientras un viento que no sabe de primaveras, de otoños ni de inviernos, sacude las hojas de un árbol siempre igual, que avisa su presencia en la madrugada con trinos y en la noche con un aroma profundo, acariciante y misterioso.
Podría buscar su dirección, su vieja dirección de París, Tristán Klingsor, pero nada tiene de raro que la mano poderosa del casero haya logrado por fin expulsarlo de su refugio y esté usted no se sabe dónde, viejo gorrión aterido, pobre gorrión sentimental.
Lo que quiero decirle en esta carta sin destino, viejo amigo, es que sus noventa y dos años, su lejanía, tal vez su soledad, no existen para una niña de seis años que ahora mismo asoma por la puerta de la biblioteca... Ahora se marcha, saltando como un duendecillo alegre y por toda la casa resuena su voz – campanita de plata - que canta con alegría pura, dulce alegría de infancia:
Mi padre asador,
mi madre cuchara,
Yo soy soldadito de liviana tropa.
Mi padre asador, mi madre cuchara
de sopa...
Usted no puede morir del todo, Tristán Klingsor. Vivirá mientras haya en el mundo quien les enseñe a los niños cuentos mágicos. Vivirá mientras vivan el soldado de plomo y su muñeca, el molinero, Scherezada, el ogro...
Cali, 1966