Fue en 1950, don Gabriel Desde entonces hasta 1955 yo venía, iba y volvía de Venezuela. Cuando llegaba a Bogotá, mi primera visita era para usted, en su alto mirador de la Avenida Jiménez de Quesada. Muchas veces me invitó a su refugio cordial, iluminado por la presencia amable de su compañera de toda la vida. En 1954 El Espectador publicaba mis crónicas sobre la televisión de Venezuela y los innumerables sustos y aventuras que allá me sucedían. Usted – me siento orgullosa al recordarlo – las alababa y se reía de mis locuras.
Pero yo quería tener también una columna lírica, romántica, poética. Fui a proponérsela y usted aceptó, don Gabriel. Pero yo no sabía qué nombre darle. Entonces se quedó mirándome, con esos brillantes ojillos pícaros, por donde se asomaba el mago Merlín al siglo XX. Esbozó su sonrisa leve, apenas insinuada en las comisuras de su fina boca. Yo fumaba mucho en aquel tiempo y tenía, por supuesto, un cigarrillo encendido en la mano. “Creo – me dijo usted, maestro inolvidable – que una columna tuya tiene que ser de humo...”
Así nació mi Columna de Humo, que publicó El Espectador durante mucho tiempo. Más tarde renació con el mismo nombre en El País de Cali. Pero luego volvió a morir y esta es la última, para usted don Gabriel Cano, maestro querido, amigo inolvidable.
No es larga, ya lo ve. Usted me enseñó a escribir corto. Pero tengo que decirle cuánto me duele su muerte. Apenas hoy, en medio de la noche, después de largos y fatigantes días, puedo dialogar con mi máquina de escribir y dar rienda suelta a mis lágrimas. Este llanto, que apaga los últimos rescoldos del fuego de mi juventud, hace que suba hacia usted, allá en el cielo, mi última Columna de Humo.