¿Cincuenta años de guerra?
¿Cincuenta años de guerra? Un poco más. Para mí esta guerra que aún sufrimos empezó al medio dia del 9 de abril de 1949, en el momento en que una voz angustiada avisó a través del teléfono que habían matado a Jorge Eliécer Gaitán. Lo que ocurrió después quedó plasmado en estas palabras, que titulé “Tiempo Definido”:
Está bien que la vida, de vez en cuando, nos despoje de todo. En la oscuridad los ojos aprenden a ver más claramente. Cuando la soledad es el total vacío del cuerpo y de las manos hay caminos abiertos hacia lo más profundo y hacia lo más distante. En el silencio las amadas voces renuevan claramente sus palabras y los muros resguardan el rumor conocido de los ausentes pasos.
Cuando salí rumbo a mi oficina, sin darme cuenta todavía de la magnitud de lo que iba a suceder, me encontré con una mujer que blandía un machete. Llorosa y desmelenada gritaba por la calle ¡ahora sí que se acabe el mundo! En realidad un mundo se acabó para muchos de nosotros ese día.
Los labios que antes fueran sitio de amor en las calladas tardes aprenden la grandeza de la canción rebelde y angustiada. Hay un viento en suspenso sobre los altos árboles, un repique de lluvia sobre ruinas oscuras y humeantes, un gesto en cada rostro que dice de amargura y vencimiento.
En la oficina no se daban todavía cuenta de la tempestad que empezaba a bramar en las calles. Un cinturón negro cruzado sobre una bandera colombiana detuvo la primera oleada de seres furiosos, que parecían salidos de las entrañas de la Revolución Francesa. La ciudad empezaba a arder y entre la lluvia y el fuego, había que regresar a casa.
Sigue un lento caer de horas inútiles, desprendidas del tiempo. Y más allá de todo lo que formaba el círculo pequeñito del mundo, aquel mundo cerrado, con sus vagas estrellas y su bruma de sueño, despierta inmensamente la herida voz del hombre poblador de la tierra. Antes estaban lejos, casi desconocidos, el combate y el trueno. Ahora corre la sangre por los cauces iguales del odio y le esperanza, sin que nada detenga la invasora corriente las fuerzas eternas.
Es mucho lo que se ha dicho y escrito sobre el 9 de abril, pero todavía no sabemos nada verdaderamente cierto y no creo que se sepa nunca. Mientras fui directora de la Biblioteca Enrico Ferri del Museo Gaitán, tuve acceso a muchos documentos, pero sólo puedo llegar a la conclusión de que las fuerzas eternas que mueven la historia confluyeron en ese día y en esa hora. Más tarde, por algunos momentos tuvimos esperanza y dijimos: "Más allá de esta nube de ceniza el hombre espera. Espera que la sombra le devuelva su herencia de esperanza, su antiguo mapa transparente. El hombre quiere un poco de silencio para que el hijo diga su primera palabra, esa palabra que nunca es “guerra”, que nunca es “muerte” ".
Pero los años pasan y siguen resonando esas mismas palabras. De los escombros del 9 de abril surgieron las guerrillas liberales del Llano. Quienes nos acogimos a la hospitalidad generosa de Venezuela en los años 50, las vimos llegar derrotadas y tristes. Algunos que podíamos ayudar nos reuníamos en la casa del dirigente liberal Antonio Guzmán Blanco en Puerto Cabello, o en la fuente de soda del hotel El Conde en Caracas. De esas reuniones en Puerto Cabello surgió seguramente la voz que, años más tarde, le dijo a mi hermano en una ciudad de Europa Central: “Su hermana me salvó la vida”. La vida era un permiso de residencia y esas palabras son la mejor condecoración de todas las que he recibido.
En ocasiones los guerrilleros colombianos eran detenidos bajo la sindicación de bandoleros. Esto pasaba con Eliseo (Cheíto) Velásquez. Era necesario que el Dr. Eduardo Santos en Bogotá declarara, en su carácter de jefe del partido liberal colombiano, que se trataba de un revolucionario, no de un bandolero. No fue fácil pero se consiguió. Sólo que al quedar Velásquez en libertad, la muerte lo estaba esperando en una carretera de Mérida, donde se ganaba la vida conduciendo un camión.
Los escritores y periodistas colombianos fuimos regresando de nuestro exilio voluntario. Muchos combatientes regresaron, como Eduardo Franco, el ideólogo que murió hace poco tiempo en un tranquilo refugio en Bogotá. Otros seguramente se unieron a movimientos entonces nacientes, que han derivado en sombrías vertientes de espanto que pueblan de figuras dolientes el Hospital Militar:
¡Dios, qué mano tan fría! dijo el soldado herido. En la silla de ruedas su figura sería un árbol joven, con las ramas cortadas. Porque allí no había mano. Sólo unos ojos hondos muy hondos, que parecían preguntarle algo a Dios.
Preguntemósle ahora nosotros: Podemos por fin tener derecho a la esperanza, Señor?