En memoria de Susumo Takahazi, que cuidaba los jardines del Sena en el Centro Industrial de Cali.
Anoche la tempestad y el viento desataron lluvia y granizo sobre las flores del jardín. El suelo estaba cubierto de pétalos desprendidos y las ramas, algunas de ellas rotas por la fuerza del huracán, se inclinaban llorosas y tristes. Sólo un árbol de caucho, con sus hojas iluminadas por el agua, parecía alegre, sano y desafiante en medio del desastre.
Me detuve conmovida a mirar los estragos del temporal. Entonces vi a un hombre arrodillado al pie de un rosal amarillo, el más hermoso rosal florecido del día anterior. Aquello no tenía nada de extraño. Se trataba del jardinero japonés y los rosales estaban bajo su inmediata responsabilidad. Pero, cuando me acerqué un poco más, comprobé, asombrada, que el hombre y el rosal hablaban.
El hombre hablaba en un idioma extraño, breve y sabio. El rosal entendía , porque mientras el jardinero retiraba con cuidado amoroso las hojas destrozadas, las ramas parecían erguirse, se expandían, aceptaban los rayos del sol y los botones que habían quedado intactos, se comprometían solemnemente a producir las más hermosas rosas amarillas del mundo, sin miedo de las tempestades.
Se llamaba Susumo Takahasi. Desde entonces muchas veces me acerqué a él y a sus rosales. Se expresaba en una cortada media lengua infantil. No tenía muchas palabras para los seres humanos. Sólo para las flores. Su sabiduría oriental le había enseñado que los árboles y las flores oyen y sienten.
En sus últimos tiempos, su gran problema fue seguramente convencer al glorioso árbol de caucho para que no creciera tanto, porque el inevitable encuentro de las raíces y las ramas con el material de construcción, iba a significar, en este absurdo mundo nuestro, la muerte del más débil: el árbol.
Tuve que ausentarme y nunca volvía saber nada del jardinero japonés, de sus rosas, de sus árboles, pero hay olvidos que no existen y éste es uno.