(París, 8 de enero de 1983)
Felisa
era de acero, luz y movimiento
como sus esculturas.
No tenía miedo de la muerte
ni del amor
pero la horrorizaba la violencia.
En sus temores ancestrales
silbaba el látigo de los egipcios,
ardían las hogueras de Torquemada
y los hornos crematorios
de los campos de concentración.
Creía en la vida,
en la gente.
Pensaba que el metal
es un ser vivo
y le hablaba, le concedía
movimiento y sonido.
Ahora pasa
una destartalada camioneta
amarilla,
una copa de plata
se alza en el aire
con una amatista solitaria.
Hace frío en París
los viernes de enero.
Hace frío y el exilio
duele.
La gran puerta metálica
no se abrió más,
la risa en surtidores alegres
no se volvió a escuchar.
Porque Felisa, felina feliz,
había comenzado a morir
un viernes 24 de julio,
a las cuatro de la madrugada.
Los que llegaron a esa hora
no sabían nada
de la anarquía
formal y conceptual,
de lo suprarreal.
Buscaban armas.
Nada más.