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San José de Cupertino

La encina, en la mitad de la luz, se ha echado como una montaña. La calle gris pasa a su lado. Un automóvil es apenas un escarabajo de acero. Miramos la encina desde esta terraza y por el hilo de un cigarrillo se nos va el pensamiento.

Somos dos, tres amigos. Cuatro, porque tenemos uno más, aleteante como un ángel de papel: el periódico. Ahora repito una palabra “Cupertino”. Y vuelvo a ver la encina.  Converso con mis amigos, en cuyas manos aletea el periódico otra vez. Y vuelvo a decir “Cupertino”. Surge ante mis ojos una pequeña aldea italiana, con viñedo, con nieve en sus bosquecillos de violeta, con cercas de piedra y con un redil.

Y por esa colina y por entre ese bosquecillo, un muchacho aguador. Torpe, tonto, enclenque, si casi se diría la burla del poblado. Es el dolor de cabeza de la familia, que no le encuentra solución al porvenir de este rapaz feo y cerrado del magín.

Claro que hay varios frailes, sus parientes, que bien quisieran hacer algo por el niño. Pero el niño no sirve para nada. Nació en 1603 y aquí lo tenemos, convertido en un problema familiar.

Con todo, dejemos correr unos años. Un día surgirá en el pequeño el deseo de ser como esos, sus parientes, gentes de sandalia y de blanco cordón. Tocará a las puertas de varios conventos. Lo recibirán por un mes, por dos, por cuatro, y lo lanzarán de nuevo al amparo del hogar, porque el muchacho no sirve para portero, no sirve para llevar una jarra de agua al comedor, no sirve para encender un cirio, no sirve para cortar una lechuga, en todo se equivoca, en todo es torpe, en todo es nulo.

Al fin, tras numerosas errancias algún buen monje tendrá compasión de él, le dirá que se quede y con infinita paciencia le enseñará a leer Le enseñará a leer, porque ha entendido que ese espíritu tiene alas y que es puro como un pajarillo del huerto o como un verso de Fray Luis. Y rodarán los días, iguales. Pero en el corazón de Fray José de Cupertino se recogerá en estrellas la claridad de Dios.

Y así, de este modo, cuando menos lo esperaba la comunidad, comenzó el niño torpe, el feo, el inútil, a hacer milagros con una aterradora sencillez.

Un sábado se murieron las ovejas del redil. Por encima de la cerca de piedra asomó Fray José de Cupertino la cabeza. ¡Levantáos, os digo! Y las criaturas de lana y de balidos se levantaron de la muerte. Pero una se arrepintió y volvió a morir. El santo le gritó: ¡Levántate y permanece viva! Y la ovejuela se levantó y se quedó mirándolo con unos ojos de agua pura.

Se llenaron los conventos de gente que pedía milagros. Y el santo los hacía. Para él no eran milagros, eran “cosas de Dios”.

Otro sábado se había dedicado al huerto del convento. Cupertino, Fray José, ya sabía cortar lechugas y amaneció dispuesto a hurgarles el rocío y a escarbarles la raíz. A su lado, con un libro de oro ajado, el prior de la comunidad rezaba el oficio divino. De repente cerró el libro y dijo: Hermano José ¡qué hermoso es el cielo que hizo Dios!.

No tuvo respuesta. Cuando volvió los ojos hacia la era, Fray José no estaba allí. Lo buscó con afán. Fray José se había ido de la tierra. Ahora volaba, en éxtasis de amor, sobre el árbol más alto del huerto. Definitivamente, Fray José de Cupertino era un santo volador.

El prior sonrió y dio gracias al autor del cielo y del árbol y del huerto en su corazón.

Todo esto lo estoy refiriendo a mis amigos. Les digo que el árbol del convento era tan alto como esta encina. Y ellos no me quieren creer, pero piensan que el Vaticano tiene razón al proponer a San José de Cupertino como patrono de los viajeros interplanetarios. Ya nunca volvimos a ocuparnos de Laika, pero nos encantamos con la historia ingenua y luminosa de un fraile remoto, cuyo corazón voló hacia las estrellas, como un pájaro escapado por la ventana de un convento.

Esa historia fue así: Unas monjas le pidieron a Fray José que les enseñase a cantar. El prometió enviarles un pajarito que cantase con ellas en el coro y ,a poco, la promesa se cumplió.

Alguna monjita se apoderó del cantor maravilloso y le colgó un cascabel diminuto, dizque para distinguirle de muchos otros “cantaores”. Tremendo error. De las manos de la monja el ave se fue y no volvió. Acudieron al santo. Este las reprendió:¡Os di un cantor y lo convertisteis en un sacristán.! Rogaré para que vuelva.

Y el ave regresó. Desde entonces,todos los días revoloteó por las ventanas con su fina canción, con su cascada cristalina, con su leve temblor.

Pasaron los años. Y una mañana, definitivamente, el músico celeste no tornó. Fray José de Cupertino había muerto. Su corazón iba de viaje por allá, por las estrellas.