“En la poética de Maruja Vieira sobresale la búsqueda de una metáfora instauradora de cada contenido”.
Prólogo a la antología de Maruja Vieira, publicada por el Instituto Caro y Cuervo en el Homenaje que el XIV Festival Internacional de Poesía de Bogotá rinde a Maruja Vieira en el año 2006.
Dentro de los trayectos característicos de la poesía colombiana desde la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad -vuelta a lo cotidiano, con anclajes surrealistas, gestos neobarrocos, giros neorrománticos, posturas feministas, compromisos sociales, intimismos expresivos, reelaboraciones simbolistas, heterodoxias expresivas, etc.-, el lirismo continuado de Maruja Vieira (1922) durante casi sesenta años de producción (nueve poemarios), se erige como escritura suspendida en el tiempo, tanto en sus temas y en sus búsquedas formales, como en el empeño de hacer de la poesía una forma de estar en el mundo y de enfrentar las contingencias de la vida.
En efecto, los ecos de la infancia, del padre y de la casa convierten el pasado en fuente poética, cuya duración persiste en el presente y genera una continua sensación de paz. El amor y el amado, soñados o evocados, conducen a visiones serenas de la muerte que posibilitan el reencuentro con el tú ausente. Por su parte, los viajes por el mundo y los homenajes a poetas o artistas, se constituyen en mediaciones estéticas de experiencias personales de Maruja Vieira. Los primeros contienen hondos significados humanos que desean comunicarse; los segundos propician diálogos con sensibilidades que han colaborado en el afinamiento de su mirada lírica. No faltan en esta poética las exploraciones del mundo exterior, las cuales denuncian en forma lírica, injusticias sociales sin caer en la denotación inmediatista.
Así mismo, la permanente experimentación formal y la presencia transformada de Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Cernuda y ecos piedracielistas, se vinculan con los diferentes grados de intensidad exigidos por la emoción y la interiorización líricas. De todas maneras, en la poética de Maruja Vieira sobresale la búsqueda de una metáfora instauradora de cada contenido. Una disposición sintáctica capaz de fijar sentidos y una diafanidad analógica, adecuada y pertinente, son características esenciales de su sistema expresivo.
El primer poemario, Campanario de Lluvia (1947), es el embrión de una poética que empieza a abrirse paso entre la desilusión amorosa de la adolescente y la creación de una naturaleza habitada por elementos provenientes de un eros universal. Desde ya, las campanas y la lluvia emergen como símbolos fundamentales. Las primeras, sentidas o evocadas a través de la música, traen los recuerdos de infancia, mientras que el golpeteo constante del agua intensifican una melancolía sin origen conocido. A su vez, la casa, otro símbolo rector, no solo es parte del pasado, sino raíz de la memoria individual deseosa de colectivizarse.
El segundo libro, Los Poemas de Enero (1951), dialoga con el poemario anterior a través del motivo de las campanas, a través del ayer y del apego a formas clásicas, a lo cual se suma la indagación en los propios ancestros y la incursión en mundos fabulosos. El amado, ese tú ausente que siempre regresa, se convierte en un “paisaje de enero en la distancia”, con quien el yo lírico desea encontrarse. Por su parte, el libro Poesía, también de 1951, manifiesta un tono conversacional; las elegías que lo constituyen evidencian el dolor y la ausencia hasta desembocar en el silencio, hermanado con la soledad. La lluvia, trocada en lágrimas, reitera la pérdida y la melancolía que habita el mundo de todos y el propio: el padre, la casa, los amigos y la escuela. En efecto, el padre muerto, cuya mano fuerte y varonil guiaba los pasos de la infancia, se convierte en símbolo de un mundo sin brújula. Precisamente, la melancolía de la voz poética, formada desde temprana edad en la nostalgia, se origina en la ausencia del padre y se acentúa en la ausencia de la madre y del hogar; motivos que, encadenados, estimulan la búsqueda incesante de lo perdido.
Palabras de la Ausencia (1953) reafirma el sentimiento de pérdida, que ahora limita con el infinito. El poema Todo lo que era mío, emblemático de la poética de Maruja Vieira, contiene la desgarradora presencia del exilio al nombrar reiteradamente la ausencia de los muertos, de los vivos y de los objetos queridos. Sin embargo, se homenajea la vida al otorgarle a los meses la felicidad de ser vividos. Esta ausencia del amado persiste en Clave Mínima (1964); sin embargo, él no se ha ido del todo porque hace presencia cuando alguien lo nombra. La poesía-palabra parece triunfar sobre el tiempo, pues si bien no es posible escribir el nombre amado, el intento de hacerlo significa que no todo se ha perdido. La voz lírica comienza entonces a deambular por nuevas geografías, donde otras presencias generadas en los viajes y en las lecturas de la autora, habitan el espacio poético. Más adelante, en Mis propias palabras (1986), las reflexiones sobre el destino humano adquieren mayor trascendencia. El amado y la muerte, ejes centrales del poemario, se orientan hacia el encuentro para borrar la distancia entre vivos y muertos. No por casualidad, frente a los años, ese enemigo implacable que asecha el recuerdo del amor, el yo lírico ofrece resistencia: “defenderé tu rostro (…) / defenderé tu voz”; a su vez, la metamorfosis del amado en rama o en árbol, impide su partida definitiva. En fin, si bien la poesía no suprime al miedo, sí permite volver a vivir.
En efecto, Tiempo de Vivir (1992) recoge en cinco partes el proceso creativo de Maruja Vieira durante un quinquenio. En la primera, “Los Nombres de la Ausencia”, la palabra poética hace posible un encuentro virtual con el amado, que desde ya anuncia la unión definitiva en el ultramundo. Son recurrentes las evocaciones de amigos y viajes, las cuales manifiestan su vocación universal y su hermandad con sensibilidades de todos los tiempos. En este caso, el verso libre suele ser el vehículo de elegías por los desaparecidos. Las imágenes fijan la persona evocada (los poemas a Cecilia Quijano o a la escultora Felisa Bursztyn), convierten la muerte en naturaleza o superan barreras para sellar los vínculos con visiones poéticas contrarias a la propia (la evocación de Andrés Caicedo).
En la segunda parte, “Huellas en el Camino”, explaya la poeta su fascinación por realidades italianas y españolas. En “Cuentos Mágicos”, la tercera, nutre sus viajes de personajes inusuales a través de dinámicas narrativas que fijan imágenes sorprendentes en la mente del lector (Simonetta Vespucci, Lord Byron o la anciana anónima del Parque del Retiro de Madrid). La cuarta parte “Palabras de muerte y amor” concentra dos imágenes significativas para el yo lírico: el amado que pervive metamorfoseado en naturaleza y el libro fundador de realidades. En “De albatros y derrotas”, la última parte del poemario, la voz desea detener el tiempo representado en la rutina. A diferencia de los poemas-viaje, estos poemas-recuerdo privilegian la ensoñación y el vuelo imaginario, como formas de resistencia frente a los embates de la realidad, gesto que lejos de constituirse en evasión, se convierte en afirmación del poder de la palabra poética para trascender los límites humanos.
Dentro de la genealogía lírica de Maruja Vieira, Sombra del Amor (1998) y Los Nombres de la Ausencia (2006) representan los más recientes momentos de su trayectoria. El primero, a manera de compilación existencial, recoge los poemas que ha dedicado a su amado durante toda la vida; el segundo, a manera de recuento lírico, concentra los motivos recurrentes que siempre han obsesionado a la poeta. A la vez reproduce las distintas etapas de su desarrollo lírico, desde formas clásicas hasta el poema conversacional característico de las nuevas generaciones. Se trata de una poesía serena, que dialoga en paz con las presencias ausentes. La voz cálida, fruto decantado de vínculos filiales, amistades y viajes, e igualmente colmada de experiencias y lecturas, evoca remembranzas y es enunciada sin conflicto con el mundo exterior.
Al finalizar este recorrido por la poética de Maruja Vieira, puede decirse que su poesía forjada desde lo vivido, no es ejercicio retórico, divertimento erudito o recreación evasiva; es su manera de ser y de estar en y con el mundo. De allí su actualidad y su resonancia dentro del coro de voces que constituyen la poesía colombiana de los últimos tiempos.
* Cristo Rafael Figueroa. Doctor en Literatura y Director del Departamento de Estudios Literarios de la Pontificia Universidad Javeriana. Autor de los libros Barroco y neobarroco en la narrativa hispanoamericana. Cartografías literarias de la segunda mitad del siglo XX (2007); Germán Espinosa. Señas del amanuense (2008); Luis Fayad. La madeja desenvuelta (2011). Como especialista en Literatura Neobarroca Latinoamericana, ha publicado numerosos artículos en revistas indexadas nacionales e internacionales.