A los 85 algunos estamos descaradamente vivos.
Se supone que los que nos aman
deben saber que caminar
ya no es para nosotros la alegría de antes,
a menos que sea al sol y sobre la hierba.
Se supone también que deben saber
que nuestras noches son demasiado largas
porque tenemos que acostarnos muy temprano
y hay muchas cosas a las que no podemos asistir
porque nos cansamos.
Pero insistimos en seguir descaradamente vivos.
No son nuestros ojos, es la luz la que se debilita
cuando queremos leer.
No son nuestros oídos, es la voz de los otros
la que ya no tiene sonido.
Son las calles las que se han vuelto
demasiado largas y las escaleras demasiado altas.
Pero seguimos descaradamente vivos
y los más afortunados tenemos
una ventana por donde entra el sol de la tarde
y una voz muy amada que nos llama.