Aquella noche
de mil ochocientos
noventa y uno
en el hospital
de Marsella
Rimbaud
se dio cuenta
de que llevaba
quince años muerto.
Era un cuerpo
sin sombra
que vagaba
por Abisinia
y por Somalia,
huyendo siempre
de sí mismo
perseguido
por las palabras.
Creyó posible
matar a Dios,
cambiar la vida
con el arma
de la poesía.
Y después
de recrearla
y destruirla
ella le dio
la eternidad
que él
no quería.