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Poetas de Venezuela - Carlos Augusto León

Carlos Augusto León

Este poeta de rostro infantil y maneras desprevenidas es Carlos Augusto León. De sus labores docentes en el Liceo Andrés Bello de Caracas va a la casa, revuelta y alegre, que gira alrededor de la bella sonrisa de Lupe, su mujer... ¡y qué gran poeta de América hay en sus libros! A Solas con la Vida, Los Nombres de la Vida, Elegía a Jorge Manrique, Canto de mi país en esta guerra...... Los Premios Nacionales y Municipales de Literatura hacen fila, mezclados con cuadros y juguetes, en los estantes de la biblioteca.

Para Carlos Augusto León, como para Juan Liscano y para la mayoría de los poetas de la Venezuela de entonces, lo primero era lo propio:"Yo te debía esta voz, mi ciudad de Caracas/ Yo te debía esta voz porque tú eres/ de la gran tierra y ya no mía tan solo". Así va Carlos Augusto León con sus poemas por los Andes y le sonríe el pequeño hijo de algún peón y pasan hombres de ruana azul y colorada... En su poesía predomina lo positivo; su poema a la muerte es la mejor de las actitudes ante ese gran interrogante del ser, que teme y espera la respuesta definitiva que está más allá de las cosas:

La muerte es un caballo que llega a nuestra puerta
y comienza a golpear la tierra con sus cascos.
El hombre siente entonces brusco deseo de viaje
al país de las frutas , del silencio, del agua.

El pedazo de tierra que fue la carne nuestra
vuelve a sentir el peso fecundo del arado.
Nuestra piel se transforma en la yerba tranquila
que levanta en el campo su cabeza delgada.

Quizás alguna vez volverán a encontrarse
en la rama de un árbol, en los cuernos de un toro,
esos pequeños seres que formaron el nuestro,
esas fraternas células ya vivirán en otro...

Alégrese la carne con el viaje anunciado.
Regocíjese el cuerpo de sus formas futuras!
Para el hombre que vive con el mundo a su lado
la muerte es sólo un potro, un alto potro oscuro...

La actitud positiva de Carlos Augusto León persiste, hasta en su más desgarrado poema Elegía a la muerte de mi padre. Allí, ante la amargura de lo que se derrumba, surge la voz desafiante del hombre que sabe que la vida es un eterno renovarse a través de la sangre.

Muy lentamente, padre, te nos ibas muriendo;
poco a poco nosotros recibíamos tu aliento.
Como esa larga espera por el nacer de un niño,
así era de larga la espera de tu muerte.

Nadie lloraba recio ni movíase siquiera.
Del hilo de tu aliento pendían las miradas.
El hilo de tu aliento amarraba las manos.
Te vimos forcejeando con la muerte a puro corazón.
Te vimos forcejeando con la muerte y a veces le ganabas.
Ella se alzaba luego con su puñal en alto
y sentíamos de nuevo su violenta llamada.

Nadie podía ayudarte en el morir tan fiero.
Al sitio donde estabas no alcanzaba mi mano.
Estabas solo, solo, luchando con la muerte.
que solo se está siempre para ese amargo trago.

Ahora empiezan de nuevo a contarte los días:
un día ya de muerto, dos días ya, tres días...
como cuentan a un niño el tiempo de nacido
sin pensar que tu muerte, tendida sobre el tiempo,
no podemos medirla con toda nuestra vida.

La llevamos adentro en un recuerdo breve.
Es el recuerdo, padre, de tu clara agonía....
y también tu sonrisa de los tiempos de antes
y el aire de aquel campo donde fui cuando niño.

Con un hijo te pago la vida que te debo.
Yo soy ahora el padre, ¡oh padre compañero!
Tú me diste estos ojos y encendiste su luz
con la brasa que en ti había puesto el abuelo.
Con un hijo te pago la vida que debo,
porque creo ciertamente que no hay otra manera.

“Con un hijo te pago la vida que te debo”.... Esa es la actitud, vital y erguida, que corresponde al hombre de este tiempo en América. Ya están lejos los poetas del alcohol y del humo. Ahora son como Juan Liscano, investigador del folclore popular, mezclándose con los negros de Barlovento para grabar sus canciones, venidas del África en la pesadilla de los barcos negreros. O como Carlos Augusto León, el professor de matemáticas y geografía del Liceo Andrés Bello y quien, sin embargo, no es sino el poeta...

Sabed que yo no soy sino el poeta
y cuando alzo una torre
o cuando planto un árbol
sólo edifico alguna palabra de mi canto.

Carlos Augusto León entiende que la misión verdadera del poeta es hablar en lenguaje humano, comprensible. La huella de Antonio Machado se adivina en él, como en la mayoría de los poetas cuyos nombres tienen signos perdurables. La poesía en América debe responder a las fuerzas dinámicas de nuestro continente, de nuestro “nuevo mundo” y no convertirse en eco del trueno lejano de lo que se desmorona más allá de los mares. Europa tiene valores positivos que deben seguir guiando nuestros pasos pero los desechos de su gran historia no tienen por qué invadir nuestro camino. No recojamos la quincalla barata... Hablemos en español y pensemos en latinoamericano.